sábado, 22 de mayo de 2010

La despedida de Chatina.

No, no se materializará.

No, nunca ocurrirá. Pero nunca es decir demasiado tiempo, nunca es engañarme de nuevo porque aquí mismo, entre cada una de mis billones de neuronas sucede una y otra vez, como un ciclo a paso calmado, pausado, lento pero seguro y los faros del coche iluminan el camino oscuro. Hoy no hay luna, ni estrellas, ni siento el mar cerca ya, lo he dejado atrás, muy atrás y sigo mi camino que me lleva hasta ti pero ¿dónde estás?.

La vista se me pierde un momento tras una sombra que habita detrás de un árbol oscuro que no sé cómo ha aparecido en el paisaje y está todo tan oscuro que solo puedo ver la carretera pero la soledad de la ruta hace que me detenga, presa de una curiosidad que no puedo refrenar ni contener.
El extraño parece haberse dado cuenta de ello y se da la vuelta permitiéndome ver su cara, iluminada de manera extraña.

Yo no pienso nada, ni en nadie, solo lo miro curiosa, como una niña pequeña mira cualquier cosa.

Me tiende su mano y la tomo. Está helada como un polo de limón, maldita sea, qué escalofrío me ha recorrido el cuerpo y no se funde su frialdad con lo tibio de mi contacto, aquí pasa algo raro, estoy soñando, sí, debe ser eso, solo que no quiero darme cuenta todavía, prefiero seguirle el juego y averiguar donde me conduce.

El extraño tira de mí así que yo ando tras el, asida a su mano helada, sin poder retroceder.

Por el camino, en silencio, me muestra con su otro dedo índice la maravilla que nos rodea a pesar de la noche: Empiezo a escuchar el arrullo de un riachuelo de agua limpia y cristalina donde habitan ranitas que croan tranquilas, arbustos que esconden aves que se asean bajo la fina capa del manto de la noche, una noche extraña que me permite ver maravillas en un tono azulado y malva que me alucina.

Al otro lado de aquella orilla puede verse la luz de una casita pequeña, con tejado de paja y paredes multicolor de caramelo, ventanucos de estrellas y luceros y una inmensa puerta de oro macizo.

El extraño, me ha invitado a sentarme en una acogedora barquichuela que parece haber aparecido de la nada sobre el agua que sigue tintineante, pura, limpia y cristalina.
El camino se hace largo pero ni hace frío ni calor y el paisaje es agradable. Lo contemplo, sigue más allá del río y su corriente bajo ese cielo malva y azulón de una noche que...¿nunca existió?. Seguro que no.

Y por fin hemos llegado. El extraño vuelve a tenderme su mano helada para ayudarme a subir a la nueva orilla y solo pisar ya me di cuenta de que estaba en otro mundo, o tal vez otra dimensión. El suelo era de algodón, por lo que tal fue mi impresión que además de la mano tomé todo el cuerpo del extraño fundiéndome en un abrazo desesperado con él por miedo a colarme entre las nubes y descender quien sabe a qué velocidad por entre semejantes blanduras.

Pero no, él me tranquilizó. Más de cerca pude incluso ver la profundidad de sus ojos negros y brillantes como botones o como ojitos de esos viejos ositos de peluche que apenas tenían una especie de chincheta negra en su mirada, inexpresivos, profundos pero vacíos, como el caparazón de una cucaracha.

Sin embargo su voz sonó temblorosa pero amable: “No temas”.
Debajo de aquella capa de nube algodonada parecía haber otra base más dura y fue al posar mis pies cuando me di cuenta.

Caminamos otro tramo hasta llegar a la casita acaramelada, donde el extraño hizo retumbar una aldaba que colgaba de la puerta por dos veces: “plom-plom” y al segundo, la puerta chirrió abriéndose.

Desde fuera parecía más pequeña de lo que era en su interior, que más parecía un palacio que una casita de labrador: Suelo blanco y negro, como un juego de ajedrez, una escalera de caracol majestuosa que llevaría a la parte alta la cual desde afuera no se adivinaba y una hermosa cristalera al fondo que permitía ver de nuevo aquel bello paisaje, el cielo violáceo y azulón, los cañaverales y el riachuelo.

Hasta allí me invitó el extraño a ir e hizo que me sentara en una silla de jardín donde por fin me contaría su secreto:

”Gracias por venir, sierva, te he esperado durante muchos años, ya no queda nada de mí más que mi reflejo, manos de hielo y rostro encendido de la alegría de que me hayas acompañado. Espero y deseo que tu estancia en este nuestro vacío, te sea grata, yo al menos, lo intentaré.”


Tela de Araña (pag. 150)

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